CARTA ENCÍCLICA SATIS COGNITUM, DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA.
FUNDAMENTAL PARA ENTENDER MUCHO DE LO QUE SE CUESTIONA A LOS QUE DECIMOS: QUÉDATE EN CASA SI PRETENDES MORIR CATÓLICO Y SALVAR TU ALMA: CARTA ENCÍCLICA SATIS COGNITUM, DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII
SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA.
https://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_29061896_satis-cognitum.html
15. Pero, ya lo hemos dicho, la misión de los apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las personas de los apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión pública e instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en efecto, ordenó a los apóstoles que predicasen «el Evangelio a todas las gentes», y que «llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes», y que le sirviesen de testigos hasta en las extremidades de la tierra. Y en cumplimiento de esta gran misión les prometió estar con ellos, y esto no por algunos años, o algunos periodos de años, sino por todos los tiempos, «hasta la consumación de los siglos». Acerca de esto escribe San Jerónimo: «Quien promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre, y que El mismo no cesará de estar con los creyentes»[48]. ¿Y cómo había de suceder esto únicamente con los apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de los apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos.
16. Los apóstoles, en efecto, consagraron a los obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos en el «ministerio de la palabra». Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que les revistieran de la misma autoridad y les confiasen a su vez el cargo de enseñar. «Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a los otros»[49]. Es, pues, verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los obispos y todos los que sucedieron a los apóstoles fueron enviados por los apóstoles. «Los apóstoles nos han predicado el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo, y Jesucristo fue enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los apóstoles es la de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios... Los apóstoles predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado, según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas cristiandades, establecieron los obispos y los diáconos para gobernar a los que habían de creer en lo sucesivo... Instituyeron a los que acabamos de citar, y más tarde tomaron sus disposiciones para que, cuando aquéllos murieran, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio»[50]. Es, pues, necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos: «Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio, declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como a sus adversarios a todos aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El ponen en dispersión su rebaño: El que no está conmigo —dijo— está contra mí, y el que no recoge conmigo esparce»[51].
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